domingo, 27 de julio de 2014

26 de Julio: día del Abuelo




Por María del Pilar

A mis abuelos que me cuidan y guían aquí, en la tierra;

y a los que me protegen desde las estrellas.


Cuando se me pidió que escribiera un artículo para esta fecha, la pluma quedó sobre el papel quieta, inmóvil, inerte varias veces, sin saber qué trazo hacer. Es que siempre ha costado expresar con palabras lo que se percibe espiritualmente. Parece que éstas son insuficientes y no logran demostrar con exactitud lo que en verdad se siente.

Y así me considero hoy: atada a ciertas palabras y expresiones que no hacen justica a las figuras que hoy recordamos.

Sin embargo, al final, dimos rienda suelta a la fantasía y una historia surgió.




De pie, frente a la ventana que daba al patio florido y verde de plena primavera. Los brazos cruzados sobre el pecho henchido; parada segura de hombre enérgico y recio; “la mirada clara, lejos, y la frente levantada”. La vista perdida, rayando el horizonte. Un atardecer perfecto, como aquellos que el Señor nos regala en esta, nuestra querida Patria.

Sobre esos ojos color tierra, la frente arrugada como atravesada por un surco. La piel morena de tanto estar al sol; los brazos fuertes y anchos; las manos grandes y duras, de esas que no tiemblan ante la crudeza del tiempo y que no temen tomar nada entre sí, acostumbradas a los trabajos campestres.

Los ojos cansados, protegidos por dos cristales porque con los años vienen las fallas y ya no se veían las cosas con tanta claridad como en los años mozos. Los ojos cansados… cargados de experiencias vividas, meditadas, comprendidas. Conocedor de tantos saberes que ni siquiera los libros esconden. Esa sabiduría producto de sus años de lectura rigurosa y constante contacto con la tierra. Los pies en el suelo pero la mirada hacia lo alto, hacia lo eterno.

Se encontraba pensativo este buen hombre porque la tarde anterior había nacido un nuevo nieto. Un niño, otro muchachito que llevaría el apellido de la familia a una nueva generación. Las vidas que ya se habían perdido quedaban guardadas y protegidas en ese nuevo descendiente. Esa tarde conocería al reciente integrante de la familia.

Otro nieto… ¡qué gran responsabilidad! Y sí, responsabilidad porque los abuelos no son nada más que esos viejecitos que regalan cosas dulces y relatan cuentos para poder dormir. Eso es lo menos importante. Los abuelos son una fuente rebosante de sabiduría que anhela transmitir lo que vio, vivió y escuchó. Son ellos los que han transitado por la vida antes que nosotros y conocen todos los recovecos y engaños de ésta. Por eso cuando un abuelo da un consejo o duda ante alguna acción que vayamos a ejecutar, casi nunca se equivoca. Porque ya lo ha vivido o lo ha visto en otros.

Los abuelos son, también, educadores y los más importantes luego de los padres en la vida familiar. Son los que  hacen sentir, tocar, gustar, palpar, observar lo que nos rodea. Mirar más allá de lo simple y llano que tenemos delante. A veces de un modo más grato, divertido o afable quizás, porque ellos aman ver sonreír a sus nietos. Eso les devuelve un poco la vida que en cada suspiro se les va escapando.

Tales personas irradian siempre respeto - por ello: ¡hay de aquel que ose burlarse de éstos!-, no por su aspecto físico, sino porque por sus ojos han pasado años y años de fatigas, trabajos, consuelos, alegrías. Desde los más humildes y sencillos, hasta los catedráticos y trajeados. Todos encierran dentro de su pecho un torrente de conocimientos sorprendentes.

Lo que para los nietos es un despejarse y un momento de volver a oír recitar las historias que ocultan esas fotos otoñadas, es para los abuelos el culmen de la felicidad. Un renacer a la vida y una nueva época de enseñanza de esa cosas que solo los abuelos pueden mostrar.

Y dejando todos estos pensamientos reflexivos, el gallardo varón volvió la vista atrás y observó que en la puerta se encontraba aquel retoño suyo con el pequeño esperado. Y detrás de estos dos varones, su esposa, la abuela, con una sonrisa dulce y apacible que recuerda las caricias tranquilas y sanadoras. Siempre detrás, muda pero presente, dejando un poco de su vida en cada una de las almas que la rodean.

El anciano avanzó; lo que los terribles tormentos padecidos antaño no pudieron hacer, esta frágil criatura lo logró sin moverse: que su cuerpo temblara. Tomó al bebé, torpemente, entre sus brazos grandes que deseaban no molestar el sueño del niño. Y, como si fuera una reliquia, posó sobre la frente de éste un beso suave y cálido. Esa piel delicada,  nívea tuvo el primer contacto con su antecesor y, de modo involuntario, dejó escapar una sonrisa de sus labios rosados que se contagió en los labios tímidos del anciano.

Afuera, la naturaleza toda elevaba un canto armonioso por ese niño recién llegado, y aquel hombre ya maduro que permitió que cayera una lágrima pesada, que recorrió todo su rostro envejecido hasta llegar a la mejilla tibia y lisa del fresco varón.



Pidamos a Santa Ana y San Joaquín por nuestros abuelos. Agradezcamos a Dios que en nuestra ciudad sanrafaelina todavía se conserve el respeto por la profunda sabiduría que esos cuerpos encorvados y lentos conservan en su interior. Son como el tronco de un árbol añoso que extiende sus raíces eternas debajo de la tierra, silenciosamente y a escondidas de todos; pero que permite que flores, frutos y hojas revivan todos los años y se yergan nuevamente reverdecidas.

Para los jóvenes que con ese espíritu nuevo creemos conocer y poder tocar el cielo con las manos, que en un arrebato de pasión nos llevamos el mundo por delante. A ellos, a nosotros, van dirigidas estas palabras: amemos a nuestros abuelos y no solo respetemos su figura, sino también - y más importante – escuchemos lo que tengan que decirnos y aprendamos sus palabras de memoria para que, cuando nos falten, todavía escuchemos el eco de aquellas en nuestras almas.



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