Por María del Pilar
A mis abuelos que me cuidan y
guían aquí, en la tierra;
y
a los que me protegen desde las estrellas.
Cuando se me pidió
que escribiera un artículo para esta fecha, la pluma quedó sobre el papel
quieta, inmóvil, inerte varias
veces, sin saber qué trazo hacer. Es que siempre ha costado expresar con
palabras lo que se percibe espiritualmente. Parece que éstas son insuficientes
y no logran demostrar con exactitud lo que en verdad se siente.
Y así me considero
hoy: atada a ciertas palabras y expresiones que no hacen justica a las figuras
que hoy recordamos.
Sin embargo, al
final, dimos rienda suelta a la fantasía y una historia surgió.
De pie, frente a la
ventana que daba al patio florido y verde de plena primavera. Los brazos cruzados
sobre el pecho henchido; parada segura de hombre enérgico y recio; “la mirada
clara, lejos, y la frente levantada”. La vista perdida, rayando el horizonte.
Un atardecer perfecto, como aquellos que el Señor nos regala en esta, nuestra
querida Patria.
Sobre esos ojos color
tierra, la frente arrugada como atravesada por un surco. La piel morena de
tanto estar al sol; los brazos fuertes y anchos; las manos grandes y duras, de
esas que no tiemblan ante la crudeza del tiempo y que no temen tomar nada entre
sí, acostumbradas a los trabajos campestres.
Los ojos cansados,
protegidos por dos cristales porque con los años vienen las fallas y ya no se
veían las cosas con tanta claridad como en los años mozos. Los ojos cansados…
cargados de experiencias vividas, meditadas, comprendidas. Conocedor de tantos
saberes que ni siquiera los libros esconden. Esa sabiduría producto de sus años
de lectura rigurosa y constante contacto con la tierra. Los pies en el suelo
pero la mirada hacia lo alto, hacia lo eterno.
Se encontraba
pensativo este buen hombre porque la tarde anterior había nacido un nuevo nieto.
Un niño, otro muchachito que llevaría el apellido de la familia a una nueva
generación. Las vidas que ya se habían perdido quedaban guardadas y protegidas
en ese nuevo descendiente. Esa tarde conocería al reciente integrante de la
familia.
Otro nieto… ¡qué gran
responsabilidad! Y sí, responsabilidad porque los abuelos no son nada más que
esos viejecitos que regalan cosas dulces y relatan cuentos para poder dormir.
Eso es lo menos importante. Los abuelos son una fuente rebosante de sabiduría
que anhela transmitir lo que vio, vivió y escuchó. Son ellos los que han
transitado por la vida antes que nosotros y conocen todos los recovecos y
engaños de ésta. Por eso cuando un abuelo da un consejo o duda ante alguna
acción que vayamos a ejecutar, casi nunca se equivoca. Porque ya lo ha vivido o
lo ha visto en otros.
Los abuelos son,
también, educadores y los más importantes luego de los padres en la vida
familiar. Son los que hacen sentir,
tocar, gustar, palpar, observar lo que nos rodea. Mirar más allá de lo simple y
llano que tenemos delante. A veces de un modo más grato, divertido o afable
quizás, porque ellos aman ver sonreír a sus nietos. Eso les devuelve un poco la
vida que en cada suspiro se les va escapando.
Tales personas
irradian siempre respeto - por ello: ¡hay de aquel que ose burlarse de éstos!-,
no por su aspecto físico, sino porque por sus ojos han pasado años y años de
fatigas, trabajos, consuelos, alegrías. Desde los más humildes y sencillos, hasta
los catedráticos y trajeados. Todos encierran dentro de su pecho un torrente de
conocimientos sorprendentes.
Lo que para los
nietos es un despejarse y un momento de volver a oír recitar las historias que
ocultan esas fotos otoñadas, es para los abuelos el culmen de la felicidad. Un
renacer a la vida y una nueva época de enseñanza de esa cosas que solo los
abuelos pueden mostrar.
Y dejando todos estos
pensamientos reflexivos, el gallardo varón volvió la vista atrás y observó que
en la puerta se encontraba aquel retoño suyo con el pequeño esperado. Y detrás
de estos dos varones, su esposa, la abuela, con una sonrisa dulce y apacible
que recuerda las caricias tranquilas y sanadoras. Siempre detrás, muda pero
presente, dejando un poco de su vida en cada una de las almas que la rodean.
El anciano avanzó; lo
que los terribles tormentos padecidos antaño no pudieron hacer, esta frágil
criatura lo logró sin moverse: que su cuerpo temblara. Tomó al bebé,
torpemente, entre sus brazos grandes que deseaban no molestar el sueño del
niño. Y, como si fuera una reliquia, posó sobre la frente de éste un beso suave
y cálido. Esa piel delicada, nívea tuvo
el primer contacto con su antecesor y, de modo involuntario, dejó escapar una
sonrisa de sus labios rosados que se contagió en los labios tímidos del
anciano.
Afuera, la naturaleza
toda elevaba un canto armonioso por ese niño recién llegado, y aquel hombre ya
maduro que permitió que cayera una lágrima pesada, que recorrió todo su rostro
envejecido hasta llegar a la mejilla tibia y lisa del fresco varón.
Pidamos a Santa Ana y
San Joaquín por nuestros abuelos. Agradezcamos a Dios que en nuestra ciudad
sanrafaelina todavía se conserve el respeto por la profunda sabiduría que esos
cuerpos encorvados y lentos conservan en su interior. Son como el tronco de un
árbol añoso que extiende sus raíces eternas debajo de la tierra,
silenciosamente y a escondidas de todos; pero que permite que flores, frutos y
hojas revivan todos los años y se yergan nuevamente reverdecidas.
Para los jóvenes que
con ese espíritu nuevo creemos conocer y poder tocar el cielo con las manos, que
en un arrebato de pasión nos llevamos el mundo por delante. A ellos, a nosotros,
van dirigidas estas palabras: amemos a nuestros abuelos y no solo respetemos su
figura, sino también - y más importante – escuchemos lo que tengan que decirnos
y aprendamos sus palabras de memoria para que, cuando nos falten, todavía
escuchemos el eco de aquellas en nuestras almas.
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