Por
María del Pilar
Su mano
joven y hermosa, sin rastros todavía del paso del tiempo, del correr de los
años, del trabajo que consume, de la sequedad del cuerpo; se posó, trémula,
sobre la de su padre. Temblaba esta ante lo incierto y desconocido. El noble
varón de quien fuera retoño, agonizaba.
Al
cerrar los ojos, recorrió en un instante toda su vida. Y en esas imágenes que
pasaban sin descanso y con rapidez, vio a este mismo hombre acompañándolo… siempre. Lo vislumbraba alto, regio, fuerte,
gallardo, soberbio. Un ejemplo de hidalgo. Un ejemplo… para él.
Pero
ahora, allí estaba. Tendido sobre la cama como un niño indefenso. Vencido su
cuerpo. Desgastada su alma. Todo ese arrojo varonil que lo caracterizara
antaño, lo había abandonado. Con los ojos cerrados, la respiración fatigosa,
parecía querer descansar de una vez y para siempre. Dejar todo aquello que lo
hizo feliz para gozar aún más.
En ese
momento recordó el decir del poeta: “cómo se pasa la vida, cómo se viene la
muerte, tan callando…” Tan callando… sigilosa, silenciosa, sospechosa, secreta.
¿En qué momento su recio padre precisó de un bastón para poder caminar? Y, sí.
El tiempo pasa y esa amiga cautelosa, que está siempre vigilando, llega oculta
y sin avisar. Tan callando.
Estas
ideas se agolparon en su mente y, deseando una palabra, una mirada siquiera, se
acercó más a quien le había permitido ser. Sus labios se aproximaron al oído de
aquel, pero las palabras se negaron a salir. El corazón le latía violentamente,
sin embargo su boca estaba sellada. Un corazón, un alma que no se puede
expresar ¡triste cosa será! Hasta que la primera palabra, limpia, pura y con
ecos de eternidad, le salió como una explosión: -¡Padre!- y tuvo que detenerse
para recobrar el aliento perdido. Nuevamente sus labios se turbaron, pero la
necesidad de conseguir una respuesta clara se antepuso al temor y prosiguió -¿No
sientes bajo tus pies la voz de la sepultura?-.
Los
ojos del anciano se abrieron. Los párpados levantados permitieron dejar ver
esos ojos calmosos que trasparentaban una serenidad infinita. Ojos que
sonreían. Esa misma mirada franca que a tantos inspirara respeto y admiración.
Esos ojos fuertes que nunca se rindieron, en este momento dejaban caer una
lágrima pesada. Una sola, que no pudieron contener.
Y ante
la pregunta que le hiciera su hijo, ¡su amado hijo!, haciendo un esfuerzo
heroico para sobreponerse a esa enfermedad que le mataba, respondió casi sin
voz, por la emoción, pero sonriendo -Sí, hijo, y quiero ir a ella-.
La sonrisa,
triunfante ante la muerte, que define a los hombres de fierro, se fue apagando
lentamente, sin ruido pero con gloria; pues aún, flaco y débil, venció… en la
última batalla.
Tiempo
Por María Magdalena
Triste condena de la humanidad
caída.
Doloroso castigo del hombre
profano.
Grilletes de hierro que apresas
la historia.
¡Oh, fúnebre humo, del mundo
santuario!
Contradicción infinita de lo
eterno.
Negación de lo vivo y lo sagrado.
Hiriente dardo que acosas al
artista.
Niebla espesa y densa que ciegas
al sabio.
Ocultas con tu velo las esencias
claras,
tapas con tu celo lo Bello y lo
Sacro,
limitas al hombre de cosas
preciosas;
mas te merecemos, pues fuimos
ingratos.
Oh tiempo que envuelves toda nuestra
vida
con tu oscuro paño de sangre y de
engaño
que nos subes a tu lomo que
castiga
y conduces a la tumba a tu
rebaño.
Libre mi lengua el Dios de la
Vida
de maldecir tu existencia, oh
tiempo amargo,
que por más que tu salas las
heridas,
y que con hiel consuelas nuestro
llanto;
por ti entró el Sol en nuestra
vida,
y por ti recibimos la sangre del
Santo,
que por ti está mi suerte
redimida,
y después de ti gozaré ya sin
ocaso.
Dios nos conceda morir así, en la tranquilidad del deber cumplido y en la paz del amor de Dios.
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